CHOQUEQUIRAO, UN VIAJE A PASO FORZADO
Cusco, del 2 al 8 mayo del 2006.
Escribe: Julio Antonio Gutiérrez Samanez
Era un atardecer brillante, luminoso, bello, en aquella cima, y explanada donde eché a reposar mi pobre cuerpo, mis tristes rodillas inflamadas. Mi pierna izquierda coja y adolorida; me asaltaron unas lágrimas, era todo tan bello, tan cercano a mi, con su belleza extraordinaria. Mientras yo, caía vencido, atormentada por el temor, al preguntarme ¿Y ahora, como regresaré tan difícil trayecto?
Miraba, el enorme surco profundo del valle del Apurimac, al que había desafiado con mi soberbia, y mirando al otro extremo tan lejos: 30 Kilómetros, 1500 metros de bajada y 1500 metros de subida, todo a pie. ¿Cómo lo haría, con esta pata coja?
Choquequirao, cuna de oro, venciste mi dolor con tu belleza, recubriste mis lágrimas, mi angustia dolorosa, bajo las nubes impolutas de tus nevados guardianes, mi alma acongojada se arrugaba y estremecía de pesadumbre y espanto. Hasta aquí llegué -me dije a mi mismo- , ¡Para qué!
Después de recorrer, apoyado en mi rústico cayado, los aposentos sagrados, donde otrora descansaba en estas hornacinas la imagen del dios Sol, bajo la forma de un niño hecho en oro, rellenado con las cenizas de nuestros antepasados. Reverenciando esta plaza reposé sobre una piedra grande en la que descansé mis contrariedades y posé para un par de fotógrafos con la pareja de amigos checos, con quienes nos acompañamos por el camino.
Di una mirada última y pensé que jamás retornaría a este precioso lugar, y emprendí la retirada, ya entre las sombras, en el camino abierto como por un túnel de vegetación feraz, vine bajando con mi despechado corazón y mi pata coja.
Gracias viejo cayado, que retuviste mis caídas, soportaste el peso de mis años, el tiempo de mis padecimientos y esta gloria feliz de haber llegado a la meta aunque aquí se me acabe la vida.
Armando Loza, mi colega de viaje, bajó a fotografiar la soberbia andenería pacientemente desforestada; yo apoyado por nuestro ayudante armé la carpa. La luna llena aclaró el paisaje y las montañas nevadas, y una fiesta de aerolitos alegró la noche, que celebramos con una sopa caliente, y vendé mis adoloridas coyunturas con un molido de yerbas mark’u, ortiga y alcohol, para descansar de la apresurada travesía.
Quien pensaría, hace muchos años, oí contar a mis tíos Luis Gutiérrez (agricultor) y Crisóstomo Ponce de León (minero), sobre lo difícil que era alcanzar Choquequirao desde la otra banda del Apurimac. Decían que estaba frente a la hacienda San Ignacio que era propiedad de un tío de mi padre, el periodista escritor, parlamentario y agricultor Don Miguel F. Gutiérrez quien poseía una falca de aguardiente de caña y plantaciones de frutales que había importado del extranjero. Contaba mi padre que dicho señor, hacendado rico, tenía preciosas joyas una de las cuales había sido robada, y en cuya búsqueda había viajado hasta Bolivia. También comentaba que don Miguel F. había obsequiado un precioso Cristo de marfil a un presidente de la república y que le había mostrado a mi padre la imagen de su abuelo Juan Wenceslao, en un viejo daguerrotipo del siglo XIX.
El tío Crisóstomo, Había pernoctado aquí entre las mismas ruinas, rodeadas de maleza; había pasado por Yanama, y visto un lugar denominado “Puncuyoc” que era un abra en la que los Incas habían construido dos regias canchas de piedra pulida fina con hornacinas, a manera de garita de control. Tío Crisóstomo murió de casi cien años; los tíos Lucho, Adolfo Romainville y mi padre, también fallecieron a edad avanzada. Yo, sin buscar minas ni ruinas sino el ingente oro depositado en mi propia alma he ascendido a este risco enmarañado, plaza fuerte de Manco Inca, el soberano rebelde. También pasaron por aquí Hiram Bingham y otros aventureros, en su búsqueda de los tesoros del la ciudad perdida de los Incas.
Es recomendable venir en tres días de caminata y no en dos días como nosotros. Venir de Cusco a Saihuite demora unas tres horas de viaje en bus por la ruta Cusco Abancay; de Saihuite, donde está el fabuloso monolito tallado por los Incas se viaja a Cachora, en colectivo (auto), por algo más de una hora; Cachora, es un pequeño poblado, que cuenta con hoteles y restaurantes, allí se debe tomar contacto para conseguir un guía indígena y contratar acémilas para llevar las mochilas. Contratamos a Alberto o Beto Rodríguez, su mula “Tomasa” y su perro
La caminata comienza temprano a las 7 a.m. al amanecer, por una bajada llana, sobre una carretera, hasta “Capuliyoc” un risco donde por fin se contempla, a lo lejos y a la otra banda del río Apurimac, el sitio de Choquequirao, casi al mismo nivel; en un letrero reza la altitud de 2800 m.s.n.m. a 20.05 Km. de Choquequirao y a 9.06 Km. de Cachora. Esta visión y la vista del abismo que hay que franquear pueden desalentar al viajero. La ruta de las grandes montañas nevadas es impresionante. Muchos glaciares hermosos se ven al frente. Reiniciamos la caminata por un camino amplio, hasta una falda de 60 a 70 grados de inclinación donde el zig zag del camino baja interminablemente, hasta llegar a la vegetación valluna abunda el p’ati, un árbol que posee unos enormes tallos tuberosos como papas gigantes en sus raíces, en esta época (mayo) florece y se llena de flores blancas, hay varios cactus espinosos y es el territorio del huanarpo, una planta maravillosa, que los extranjeros nos sustrajeron y patentaron con el nombre de viagra, como lo demostró el hijo del sabio Santiago Antúnez de Mayolo en un artículo publicado hace años en el diario El Comercio de Lima. El camino se torna tortuoso, pedregoso y conlleva peligro; pasamos por roquedos, cantos rodados de antiguos aludes de la montaña; el murmullo del Apurimac es apenas perceptible, hasta llegar, como al medio día, al paraje denominado Chiquisca, donde hay un manantial de abundante agua, unas cabañas y tiendas, y es posible conseguir, alimentos, frutas y agua, Esta debe ser la primera parada y se debe pernoctar aquí. Nosotros seguimos de largo. Pasando por un bosquecillo de árboles de guanábana, una de las cuales probamos como la fruta más exquisita del mundo. En esta tercera bajada, pedregosa y vertical sobre el Apurimac, me torcí un tobillo, un defecto de mis botas me hirió en talón y tuve que descansar. Mis compañeros me esperaron en el puente colgante Rosalinas, sobre el gran río del dios parlante o Apurimac, situado a 1550 metros sobre el nivel del mar, a 19 Km. de Cachora y 10.8 Km. de Choquequirao.
Era una tarde espléndida, de pleno sol; luego de un descanso, iniciamos la tortura de ascender, por un interminable zigzag pedregoso, aún más vertical que el anterior, el aire pesado y tibio, traía los olores de la maleza, en la penosa ascensión, cuando cayó la tarde y luego una llovizna tenue llegó la lobreguez de la noche, allí sufrí mis cuatro caídas como Cristo rumbo al Gólgota, tropecé con los guijarros del camino y con mi propio cayado, hubo momentos de pesar; me preguntaba en esa inmensa soledad oscura ¿Qué hacía yo allí?, ¿ para que me estaba torturando de esa manera? Y todo el charco de culpa del alma se me venía encima causándome angustia y remordimientos, lejos de la tranquilidad de mi hogar y la cálida compañía de mi mujercita. Era un dialogo solitario y doloroso entre cuerpo y mente.
Mi tardanza ocasionó que mis amigos bajen a darme alcance y, poco a poco, llegamos al paraje denominado Santa Rosa Baja, que tiene cobertizos, patio, agua un trapiche hecho de troncos y una tienda donde se expende cambray, el zumo dulce y fresco de caña. Preparamos una sopa caliente y salada de fideos, huevos duros y papas que devoramos con hambre inaudita; después dormimos en nuestras carpas, hostigados por los zancudos.
Amanecimos en medio del escándalo tropical de pájaros cantores y enjambres de picaflores en celo, nos aseamos en un chorro de agua helada; desayunamos la misma sopa de anoche, con papas y huevos, más un trozo de pan y un vaso de leche de tarro, para reiniciar la marcha por el tortuoso camino que conduce a Santa Rosa Alta y desde este lugar hasta el paraje denominado Marampata. El guía nos adelanta con la carga de mochilas y botellas de agua pura.
Desde el bosque tropical hasta esta altura la flora andina está floreciendo como en un prado, en cada recodo donde hago descansar mi torturada humanidad observo la vida de las hormigas y el comportamiento de los pájaros y diversidad de flora. Después de un risco dominado apunta de esfuerzo, aparece otro aún más lejano, en interminable secuencia. Al frente van apareciendo los bosquecillos y plantaciones de la hacienda San Ignacio. El recuerdo de mi padre me visita con en sus historias; recuerdo a los tíos, que me narraban las dificultades de esta misma ascensión, mientras descanso jadeando y sudoroso entre el ruido de los moscardones. Armando Loza, mejor dispuesto que yo para excursiones de resistencia, pues fue deportista y atleta, me aventaja en el camino, y, de rato en rato, llama con gritos alargados ¡Kutiryyy¡; yo camino lento con un tobillo adolorido, no puedo dar marcha atrás, sólo me queda avanzar, abrasado por las llamas del furibundo inti taita.
Hacía meses que Armando nos había contagiado su entusiasmo y desafiado para realizar esta caminata a un buen grupo de amigos de barrio y ex compañeros de estudios. Llegó el día, uno a uno, como “Estos cabellicos maire (que) uno por uno se los lleva el aire”, los viajeros fueron desertando, hasta quedar solos los dos. Mi amigo estaba dispuesto a aventurarse solo. Era un acto de honor y de responsabilidad acompañarlo, pues sabía de lo dificultoso y riesgoso que sería el viajecito.
Ya en plena aventura, como en la guerra, sólo quedaba pelear, dominar la montaña, ascender y ascender, a punta de sacrificio; hasta llegar al paraje de Sunchupata. Desde donde, por fin, se ve el monte que alberga Choquequirao. Esta casi a la misma altura, pero todavía muy lejos. Allí tomé contacto con el amigo Wellington Mosqueira, joven habitante del lugar, para conseguir una cabalgadura para mi retorno (cosa que me facilitó el retorno, pues de otro modo hubiera tenido que quedarme por varios días).
Sería el medio día, era imposible descansar sin admirar los cultivos de la hacienda San Ignacio y el camino a Huanipaca, poblado desde el cual, también, es posible llegar a Choquequirao. El camino se allana, es una altura como la del Cusco, y avanza entre plantíos de maíz y papa prontos a cosecharse, hasta llegar a zonas intransitables al borde de los abismos y riachuelos que se descuelgan desde los picos nevados, bajadas abruptas, subidas y, nuevamente, bajadas, que hace el camino para sortear esta zona rocosa y abrupta, donde resbalé varias veces a pesar del solido cayado que me acompañaba. Desde este lugar es visible la maravillosa andenería recientemente despejada y expuesta al turismo. Ya a las dos o tres de la tarde por un camino tortuoso que discurre como dentro de un túnel de arbustos enmarañados, empecé a ascender al monte mismo de Choquequirao; la seguridad de haber llegado y los deseos de encontrar los restos arqueológicos, me hacen olvidar los dolores de tobillo y de rodillas, acelero el paso, encuentro a una joven enfermera del INC., que me ofreció unas pastillas analgésicas. Prosigo la ascensión, la tarde cae, la luz es un escándalo de colorido y de belleza; allí arriba brilla el macizo nevado, hasta que me topé con los monumentales andenes, tanto por su altura como por su longitud, aunque no posean las piedras talladas, sino sólo lajas superpuestas, pero sólidamente amarradas.
Apuré el paso entre estos colosos del trabajo humano y por una gradería accedí a la famosa explanada que sostiene el lugar arqueológico, me acerque reverente al balcón por donde se divisa el valle en su desarrollo hacia Ayacucho y el río Ene.
Subí las graderías para tomar todas fotografías que pude comencé por las colcas o almacenes, viendo el sistema de amarres de las techumbres, y en un pedrón a manera de altar me recosté para descansar y derramar algunas lágrimas por la emoción de estar en este lugar y la tragedia de sentirme, casi inválido para retornar.
Como ya dije con la misma pata coja, retorné al campamento, a mi carpa, armado por nuestro ayudante y tomar la consabida sopa preparada por el amigo Beto. Por la noche vimos un espectáculo de luz de luna y aerolitos junto con los turistas que acamparon con nosotros.
Al amanecer, luego de asearnos y desayunar, empiezo el retorno, felizmente conseguí el caballo y el guía y pude bajar, sin tanto esfuerzo. Sólo en las zonas empinadas, bajaba de la cabalgadura y caminaba a píe, la interminable bajada hasta el río y la subida hasta Chiquisca, a donde llegamos al atardecer y plantamos la carpa y terminamos las provisiones. Ya al anochecer retornó Armando Loza, quien se quedó unas horas más en Choquequirao tomando fotografías.
Al día siguiente volvimos a la caminata subiendo la empinada cuesta a lomo de caballo, converso con Wellington quien desea dar servicios a los viajeros sin la intermediación de las agencias de turismo, que según dijo, los explotan. Ya por la tarde llegamos a Cachora. Ya habían partido los buses y tuvimos que alojarnos y dormir en un hotelito, no sin antes comunicarnos con nuestra gente por Internet. Al día siguiente esperamos el bus, contactamos con un viejito alcohólico que nos narró los secretos del uso del huanarpo y volvimos al Cusco en un bus de lujo, para turistas.
Armando volvió a Puerto Rico, donde vive actualmente y con todo el material fotográfico tomado en Choquequirao, dio conferencias en varias universidades, consiguiendo mucho éxito.
Escribe: Julio Antonio Gutiérrez Samanez
Era un atardecer brillante, luminoso, bello, en aquella cima, y explanada donde eché a reposar mi pobre cuerpo, mis tristes rodillas inflamadas. Mi pierna izquierda coja y adolorida; me asaltaron unas lágrimas, era todo tan bello, tan cercano a mi, con su belleza extraordinaria. Mientras yo, caía vencido, atormentada por el temor, al preguntarme ¿Y ahora, como regresaré tan difícil trayecto?
Miraba, el enorme surco profundo del valle del Apurimac, al que había desafiado con mi soberbia, y mirando al otro extremo tan lejos: 30 Kilómetros, 1500 metros de bajada y 1500 metros de subida, todo a pie. ¿Cómo lo haría, con esta pata coja?
Choquequirao, cuna de oro, venciste mi dolor con tu belleza, recubriste mis lágrimas, mi angustia dolorosa, bajo las nubes impolutas de tus nevados guardianes, mi alma acongojada se arrugaba y estremecía de pesadumbre y espanto. Hasta aquí llegué -me dije a mi mismo- , ¡Para qué!
Después de recorrer, apoyado en mi rústico cayado, los aposentos sagrados, donde otrora descansaba en estas hornacinas la imagen del dios Sol, bajo la forma de un niño hecho en oro, rellenado con las cenizas de nuestros antepasados. Reverenciando esta plaza reposé sobre una piedra grande en la que descansé mis contrariedades y posé para un par de fotógrafos con la pareja de amigos checos, con quienes nos acompañamos por el camino.
Di una mirada última y pensé que jamás retornaría a este precioso lugar, y emprendí la retirada, ya entre las sombras, en el camino abierto como por un túnel de vegetación feraz, vine bajando con mi despechado corazón y mi pata coja.
Gracias viejo cayado, que retuviste mis caídas, soportaste el peso de mis años, el tiempo de mis padecimientos y esta gloria feliz de haber llegado a la meta aunque aquí se me acabe la vida.
Armando Loza, mi colega de viaje, bajó a fotografiar la soberbia andenería pacientemente desforestada; yo apoyado por nuestro ayudante armé la carpa. La luna llena aclaró el paisaje y las montañas nevadas, y una fiesta de aerolitos alegró la noche, que celebramos con una sopa caliente, y vendé mis adoloridas coyunturas con un molido de yerbas mark’u, ortiga y alcohol, para descansar de la apresurada travesía.
Quien pensaría, hace muchos años, oí contar a mis tíos Luis Gutiérrez (agricultor) y Crisóstomo Ponce de León (minero), sobre lo difícil que era alcanzar Choquequirao desde la otra banda del Apurimac. Decían que estaba frente a la hacienda San Ignacio que era propiedad de un tío de mi padre, el periodista escritor, parlamentario y agricultor Don Miguel F. Gutiérrez quien poseía una falca de aguardiente de caña y plantaciones de frutales que había importado del extranjero. Contaba mi padre que dicho señor, hacendado rico, tenía preciosas joyas una de las cuales había sido robada, y en cuya búsqueda había viajado hasta Bolivia. También comentaba que don Miguel F. había obsequiado un precioso Cristo de marfil a un presidente de la república y que le había mostrado a mi padre la imagen de su abuelo Juan Wenceslao, en un viejo daguerrotipo del siglo XIX.
El tío Crisóstomo, Había pernoctado aquí entre las mismas ruinas, rodeadas de maleza; había pasado por Yanama, y visto un lugar denominado “Puncuyoc” que era un abra en la que los Incas habían construido dos regias canchas de piedra pulida fina con hornacinas, a manera de garita de control. Tío Crisóstomo murió de casi cien años; los tíos Lucho, Adolfo Romainville y mi padre, también fallecieron a edad avanzada. Yo, sin buscar minas ni ruinas sino el ingente oro depositado en mi propia alma he ascendido a este risco enmarañado, plaza fuerte de Manco Inca, el soberano rebelde. También pasaron por aquí Hiram Bingham y otros aventureros, en su búsqueda de los tesoros del la ciudad perdida de los Incas.
Es recomendable venir en tres días de caminata y no en dos días como nosotros. Venir de Cusco a Saihuite demora unas tres horas de viaje en bus por la ruta Cusco Abancay; de Saihuite, donde está el fabuloso monolito tallado por los Incas se viaja a Cachora, en colectivo (auto), por algo más de una hora; Cachora, es un pequeño poblado, que cuenta con hoteles y restaurantes, allí se debe tomar contacto para conseguir un guía indígena y contratar acémilas para llevar las mochilas. Contratamos a Alberto o Beto Rodríguez, su mula “Tomasa” y su perro
La caminata comienza temprano a las 7 a.m. al amanecer, por una bajada llana, sobre una carretera, hasta “Capuliyoc” un risco donde por fin se contempla, a lo lejos y a la otra banda del río Apurimac, el sitio de Choquequirao, casi al mismo nivel; en un letrero reza la altitud de 2800 m.s.n.m. a 20.05 Km. de Choquequirao y a 9.06 Km. de Cachora. Esta visión y la vista del abismo que hay que franquear pueden desalentar al viajero. La ruta de las grandes montañas nevadas es impresionante. Muchos glaciares hermosos se ven al frente. Reiniciamos la caminata por un camino amplio, hasta una falda de 60 a 70 grados de inclinación donde el zig zag del camino baja interminablemente, hasta llegar a la vegetación valluna abunda el p’ati, un árbol que posee unos enormes tallos tuberosos como papas gigantes en sus raíces, en esta época (mayo) florece y se llena de flores blancas, hay varios cactus espinosos y es el territorio del huanarpo, una planta maravillosa, que los extranjeros nos sustrajeron y patentaron con el nombre de viagra, como lo demostró el hijo del sabio Santiago Antúnez de Mayolo en un artículo publicado hace años en el diario El Comercio de Lima. El camino se torna tortuoso, pedregoso y conlleva peligro; pasamos por roquedos, cantos rodados de antiguos aludes de la montaña; el murmullo del Apurimac es apenas perceptible, hasta llegar, como al medio día, al paraje denominado Chiquisca, donde hay un manantial de abundante agua, unas cabañas y tiendas, y es posible conseguir, alimentos, frutas y agua, Esta debe ser la primera parada y se debe pernoctar aquí. Nosotros seguimos de largo. Pasando por un bosquecillo de árboles de guanábana, una de las cuales probamos como la fruta más exquisita del mundo. En esta tercera bajada, pedregosa y vertical sobre el Apurimac, me torcí un tobillo, un defecto de mis botas me hirió en talón y tuve que descansar. Mis compañeros me esperaron en el puente colgante Rosalinas, sobre el gran río del dios parlante o Apurimac, situado a 1550 metros sobre el nivel del mar, a 19 Km. de Cachora y 10.8 Km. de Choquequirao.
Era una tarde espléndida, de pleno sol; luego de un descanso, iniciamos la tortura de ascender, por un interminable zigzag pedregoso, aún más vertical que el anterior, el aire pesado y tibio, traía los olores de la maleza, en la penosa ascensión, cuando cayó la tarde y luego una llovizna tenue llegó la lobreguez de la noche, allí sufrí mis cuatro caídas como Cristo rumbo al Gólgota, tropecé con los guijarros del camino y con mi propio cayado, hubo momentos de pesar; me preguntaba en esa inmensa soledad oscura ¿Qué hacía yo allí?, ¿ para que me estaba torturando de esa manera? Y todo el charco de culpa del alma se me venía encima causándome angustia y remordimientos, lejos de la tranquilidad de mi hogar y la cálida compañía de mi mujercita. Era un dialogo solitario y doloroso entre cuerpo y mente.
Mi tardanza ocasionó que mis amigos bajen a darme alcance y, poco a poco, llegamos al paraje denominado Santa Rosa Baja, que tiene cobertizos, patio, agua un trapiche hecho de troncos y una tienda donde se expende cambray, el zumo dulce y fresco de caña. Preparamos una sopa caliente y salada de fideos, huevos duros y papas que devoramos con hambre inaudita; después dormimos en nuestras carpas, hostigados por los zancudos.
Amanecimos en medio del escándalo tropical de pájaros cantores y enjambres de picaflores en celo, nos aseamos en un chorro de agua helada; desayunamos la misma sopa de anoche, con papas y huevos, más un trozo de pan y un vaso de leche de tarro, para reiniciar la marcha por el tortuoso camino que conduce a Santa Rosa Alta y desde este lugar hasta el paraje denominado Marampata. El guía nos adelanta con la carga de mochilas y botellas de agua pura.
Desde el bosque tropical hasta esta altura la flora andina está floreciendo como en un prado, en cada recodo donde hago descansar mi torturada humanidad observo la vida de las hormigas y el comportamiento de los pájaros y diversidad de flora. Después de un risco dominado apunta de esfuerzo, aparece otro aún más lejano, en interminable secuencia. Al frente van apareciendo los bosquecillos y plantaciones de la hacienda San Ignacio. El recuerdo de mi padre me visita con en sus historias; recuerdo a los tíos, que me narraban las dificultades de esta misma ascensión, mientras descanso jadeando y sudoroso entre el ruido de los moscardones. Armando Loza, mejor dispuesto que yo para excursiones de resistencia, pues fue deportista y atleta, me aventaja en el camino, y, de rato en rato, llama con gritos alargados ¡Kutiryyy¡; yo camino lento con un tobillo adolorido, no puedo dar marcha atrás, sólo me queda avanzar, abrasado por las llamas del furibundo inti taita.
Hacía meses que Armando nos había contagiado su entusiasmo y desafiado para realizar esta caminata a un buen grupo de amigos de barrio y ex compañeros de estudios. Llegó el día, uno a uno, como “Estos cabellicos maire (que) uno por uno se los lleva el aire”, los viajeros fueron desertando, hasta quedar solos los dos. Mi amigo estaba dispuesto a aventurarse solo. Era un acto de honor y de responsabilidad acompañarlo, pues sabía de lo dificultoso y riesgoso que sería el viajecito.
Ya en plena aventura, como en la guerra, sólo quedaba pelear, dominar la montaña, ascender y ascender, a punta de sacrificio; hasta llegar al paraje de Sunchupata. Desde donde, por fin, se ve el monte que alberga Choquequirao. Esta casi a la misma altura, pero todavía muy lejos. Allí tomé contacto con el amigo Wellington Mosqueira, joven habitante del lugar, para conseguir una cabalgadura para mi retorno (cosa que me facilitó el retorno, pues de otro modo hubiera tenido que quedarme por varios días).
Sería el medio día, era imposible descansar sin admirar los cultivos de la hacienda San Ignacio y el camino a Huanipaca, poblado desde el cual, también, es posible llegar a Choquequirao. El camino se allana, es una altura como la del Cusco, y avanza entre plantíos de maíz y papa prontos a cosecharse, hasta llegar a zonas intransitables al borde de los abismos y riachuelos que se descuelgan desde los picos nevados, bajadas abruptas, subidas y, nuevamente, bajadas, que hace el camino para sortear esta zona rocosa y abrupta, donde resbalé varias veces a pesar del solido cayado que me acompañaba. Desde este lugar es visible la maravillosa andenería recientemente despejada y expuesta al turismo. Ya a las dos o tres de la tarde por un camino tortuoso que discurre como dentro de un túnel de arbustos enmarañados, empecé a ascender al monte mismo de Choquequirao; la seguridad de haber llegado y los deseos de encontrar los restos arqueológicos, me hacen olvidar los dolores de tobillo y de rodillas, acelero el paso, encuentro a una joven enfermera del INC., que me ofreció unas pastillas analgésicas. Prosigo la ascensión, la tarde cae, la luz es un escándalo de colorido y de belleza; allí arriba brilla el macizo nevado, hasta que me topé con los monumentales andenes, tanto por su altura como por su longitud, aunque no posean las piedras talladas, sino sólo lajas superpuestas, pero sólidamente amarradas.
Apuré el paso entre estos colosos del trabajo humano y por una gradería accedí a la famosa explanada que sostiene el lugar arqueológico, me acerque reverente al balcón por donde se divisa el valle en su desarrollo hacia Ayacucho y el río Ene.
Subí las graderías para tomar todas fotografías que pude comencé por las colcas o almacenes, viendo el sistema de amarres de las techumbres, y en un pedrón a manera de altar me recosté para descansar y derramar algunas lágrimas por la emoción de estar en este lugar y la tragedia de sentirme, casi inválido para retornar.
Como ya dije con la misma pata coja, retorné al campamento, a mi carpa, armado por nuestro ayudante y tomar la consabida sopa preparada por el amigo Beto. Por la noche vimos un espectáculo de luz de luna y aerolitos junto con los turistas que acamparon con nosotros.
Al amanecer, luego de asearnos y desayunar, empiezo el retorno, felizmente conseguí el caballo y el guía y pude bajar, sin tanto esfuerzo. Sólo en las zonas empinadas, bajaba de la cabalgadura y caminaba a píe, la interminable bajada hasta el río y la subida hasta Chiquisca, a donde llegamos al atardecer y plantamos la carpa y terminamos las provisiones. Ya al anochecer retornó Armando Loza, quien se quedó unas horas más en Choquequirao tomando fotografías.
Al día siguiente volvimos a la caminata subiendo la empinada cuesta a lomo de caballo, converso con Wellington quien desea dar servicios a los viajeros sin la intermediación de las agencias de turismo, que según dijo, los explotan. Ya por la tarde llegamos a Cachora. Ya habían partido los buses y tuvimos que alojarnos y dormir en un hotelito, no sin antes comunicarnos con nuestra gente por Internet. Al día siguiente esperamos el bus, contactamos con un viejito alcohólico que nos narró los secretos del uso del huanarpo y volvimos al Cusco en un bus de lujo, para turistas.
Armando volvió a Puerto Rico, donde vive actualmente y con todo el material fotográfico tomado en Choquequirao, dio conferencias en varias universidades, consiguiendo mucho éxito.